Miedo. No hay palabra que defina mejor lo que Marcela sintió cuando desembarcaron. Miedo a lo que iban a encontrarse en ese retorno al pasado de su marido, que ya no era exactamente su marido, sino su carcasa; miedo porque ya no tenía el control y ahora estaba en manos de la que hasta unos pocos meses atrás era una auténtica desconocida; miedo por sentirse una extraña en un país ajeno en el que no sabía muy bien qué estaba haciendo. Miedo porque ni siquiera había decidido qué haría después, con o sin Armando.
Amanda lo percibió y sintió que debía tranquilizar a Marcela. “Fui a buscar a mi padre y lo encontré. Pero también a ti –le dijo, abrazándola-. Estaré contigo y te apoyaré por haberme acogido tan bien. Tú también eres mi familia”. Marcela sonrió agradecida, aunque seguía asustada.
En el pueblo, Amalia también sentía miedo. Y ansiedad. Amanda le había comunicado su vuelta y le anunció que no llegaría sola. Desde esa llamada era un manojo de nervios. Ahora ya sabía que él había rehecho su vida, era conocedora también de su enfermedad, aunque no sabía en qué grado la padecía… Fueron treinta y tres años... Toda su vida soñó con el reencuentro y ahora que se aproximaba ya no estaba segura de desearlo.
El día señalado había llegado. Fue a la peluquería para cubrir sus canas y recobrar el color de su juventud, se puso el vestido de los festivos, un poco de color en sus labios y se sentó en el comedor a esperar. Sobre la mesa, la única foto que conservaba de Armando y un par de cartas que él le envió el primer año y a las que ella jamás respondió.
Cuando oyó llegar el taxi, se levantó de un brinco tirando la silla al suelo. Al abrir la puerta, Amanda se abalanzó a su cuello y la abrazó fuerte, cubriéndola de besos. Ambas pudieron sentir sus corazones latiendo fuerte, a punto de salirse del pecho. Sobre todo cuando su hija se hizo a un lado para que pudiera saludar a sus acompañantes.
Unos metros más atrás, Marcela ayudaba a Armando a bajar del automóvil y lo orientó hacia Amalia. Ésta lo miró con los ojos cargados de ayer, observaba cómo a pesar del tiempo transcurrido, de sus canas, de las arrugas que transformaron su rostro continuaba siendo tan apuesto como entonces. Pero en sus ojos no encontró lo que esperaba. No encontró nada, en realidad.
Armando miraba a esa mujer sin reaccionar, como quien observa a un transeúnte que circula en sentido opuesto en la calle, sin apenas prestar atención. “Amalia”, dijo, y comenzó a caminar hacia Amanda, tomándola del brazo, buscando el amparo de lo conocido. La joven hizo a su madre un gesto como pidiéndole paciencia y encaminó a su padre al interior de la vivienda.
Amalia y Marcela los siguieron, sin decirse nada, algo incómodas con la situación, pero sobre todo tristes por ese hombre que un día las amó y ahora las desconocía. Ambas sabían que tenían mucho más en común de lo que admitirían con palabras. No necesitaban hablarlo, porque ni siquiera existía una rivalidad por combatir.
Amanda logró reducir la tensión en los minutos siguientes hablando constantemente de lo que había visto en su viaje, de la travesía, de anécdotas que recordaba de su infancia… Sentados todos en la sala frente a una taza de café, la joven se esforzaba por imponer cierta normalidad a la situación, Amalia y Marcela intentaban ayudarla y Armando fijaba la vista en la casa que se veía a través de la ventana. De repente, se levantó y salió de la vivienda. “Ahí vivía Armando con sus padres”, dijo Amalia ante la sorpresa de las otras dos mujeres.
Marcela lo siguió de cerca, aunque lo dejó a su aire. Él se sentó delante de aquella casa en la que pasó sus primeros años y que ahora estaba abandonada, y su esposa comprobó que unas lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó a él, le acarició la cabeza y se sentó a su lado. Armando la miró, emocionado, y por un momento sus ojos le parecieron tan vivos y lúcidos como siempre lo habían sido. Volvió a dirigirlos hacia aquellas ruinas mientras posaba su mano sobre el muslo de Marcela y lo apretaba, como aferrándose a ella.
Amalia aprovechó para recoger las tazas y mientras las fregaba, desde la ventana de la cocina pudo observar la escena. También por sus mejillas corrieron unas lágrimas, que secó su hija con una caricia mientras la abrazaba por la cintura. “Me quedé con lo mejor de él”, susurró mientras apoyaba su cabeza en el hombro de Amanda.
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