fotografía: elliott erwitt
Una vez escribiste:
“Alís, querida Alís,
mi reposo predilecto”
Una vez escribiste un bellísimo reportaje en el que, dijiste, estábamos todos aquéllos a quienes querías, pero sin mencionarnos. Dejabas estelas de palabras, el rabo de algún recuerdo o la insinuación de tu forma de vernos… y debíamos descubrirnos en ellos.
Reconocí a varios de tus amigos, a algún familiar… pero jamás me hallé. Sin embargo, sé que estaba. Sé que estoy. Lo que no sé es cómo me ves, aunque lo intuyo. Pero contigo aprendí a estar segura del sentimiento. ¡Y es tan deliciosa la sensación de querer sin miedo!
Contigo aprendí, por ejemplo, que la magia de un local (un pub, o una librería, o incluso una plaza) no radica en si está de moda o no, ni siquiera en quién va aunque sea una pista… la magia está en la persona o personas que te reciben; en las historias que acogió o propició (pero historias personales, vidas!).
Contigo aprendí, por ejemplo, que el cielo habla. Lo aprendí, aunque no llegué a tanto como tú (nunca llego a tanto como tú), que además estudiaste su lenguaje: por la noche, las estrellas (aquellas lágrimas de San Lorenzo) y la Luna; por el día, las nubes y los pájaros. Y el mar… qué bonito fue amar contigo al mar.
Contigo aprendí, por ejemplo, a conocerte escuchando. Observando (siempre emitimos señales que gritan cómo estamos, como los tics en el póker; por eso nos ponemos gafas y a veces hasta sombrero). Jamás me he atrevido a preguntarte. Y sin embargo ¡cuánto he llegado a conocerte!… Como tú a mí. Cabrita. Porque tú lees mi letra pequeña. (¡Pero, Góooomez!).
Te quiero. Con toda el alma. Entre otras cosas, muchas, porque contigo siempre aprendí.
La fotografía no la elegí, ella me eligió cuando pensé en ti.
Luego recordé que también estaba en tu reportaje.