El resfriado la
había atacado fuerte. Apenas podía respirar y, por supuesto, había perdido todo
rastro del olfato. Tanto que casi arde su mesa de trabajo. No se dio cuenta
cuando se incendió su papelera y el incidente habría llegado a mayores si un
compañero no la hubiera advertido de que olía a quemado.
Se preguntó
entonces, como todos hemos hecho alguna vez, la carencia de cuál de los
sentidos sería más grave. Y decidió hacer un experimento.
No fue fácil. Lucía
ridícula caminando por la calle con un antifaz tapando sus ojos. Las risas de
algunos transeúntes fue lo más suave que escuchó. Comprobó en propia piel que
la ciudad no está construida para discapacitados y terminó la jornada llena de
moratones.
Con el sentido del
oído fue un poco más sencillo, al menos pasaba más inadvertida. Usó unos buenos
tapones y casi disfrutó del silencio que la acompañó todo el día. Aunque más de
una y dos veces estuvo tentada a destaparse los oídos, aguantó la prueba.
Incluso cuando un automóvil estuvo a punto de atropellarla porque no escuchó el
claxon que la avisaba de su proximidad.
Para aniquilar el
sentido del gusto usó un gel de lidocaína, que aplicado en la lengua la privó
de percibir cualquier sabor. Esta experiencia fue más llevadera, aunque
aburrida, y pensó que no sería un mal método para adelgazar, porque no le
producía ningún placer comer. Tampoco percibió el sabor ácido del yogur que
estaba empezando cuando reparó en la fecha impresa en la tapa: llevaba más de
diez días caducado.
El último día de su
experimento fue el peor. Desde entonces su vecina la mira mal, porque le dijo
que había engordado mucho. Su mejor amiga dejó de serlo porque le confesó lo
que pensaba realmente de su nuevo novio, y perdió el trabajo después de llamar
gilipollas a su jefe.
Concluyó, pues, que
carecer de tacto conlleva las más graves consecuencias.