miércoles, 18 de enero de 2012

Sin sentido




El resfriado la había atacado fuerte. Apenas podía respirar y, por supuesto, había perdido todo rastro del olfato. Tanto que casi arde su mesa de trabajo. No se dio cuenta cuando se incendió su papelera y el incidente habría llegado a mayores si un compañero no la hubiera advertido de que olía a quemado.

Se preguntó entonces, como todos hemos hecho alguna vez, la carencia de cuál de los sentidos sería más grave. Y decidió hacer un experimento.

No fue fácil. Lucía ridícula caminando por la calle con un antifaz tapando sus ojos. Las risas de algunos transeúntes fue lo más suave que escuchó. Comprobó en propia piel que la ciudad no está construida para discapacitados y terminó la jornada llena de moratones.

Con el sentido del oído fue un poco más sencillo, al menos pasaba más inadvertida. Usó unos buenos tapones y casi disfrutó del silencio que la acompañó todo el día. Aunque más de una y dos veces estuvo tentada a destaparse los oídos, aguantó la prueba. Incluso cuando un automóvil estuvo a punto de atropellarla porque no escuchó el claxon que la avisaba de su proximidad.

Para aniquilar el sentido del gusto usó un gel de lidocaína, que aplicado en la lengua la privó de percibir cualquier sabor. Esta experiencia fue más llevadera, aunque aburrida, y pensó que no sería un mal método para adelgazar, porque no le producía ningún placer comer. Tampoco percibió el sabor ácido del yogur que estaba empezando cuando reparó en la fecha impresa en la tapa: llevaba más de diez días caducado.

El último día de su experimento fue el peor. Desde entonces su vecina la mira mal, porque le dijo que había engordado mucho. Su mejor amiga dejó de serlo porque le confesó lo que pensaba realmente de su nuevo novio, y perdió el trabajo después de llamar gilipollas a su jefe.

Concluyó, pues, que carecer de tacto conlleva las más graves consecuencias.