-¿Por qué no
jugamos a los barquitos?
Martín se
sobresaltó cuando la voz de Susana rompió el espeso silencio que habita entre
ellos desde hace ya demasiado tiempo. La pregunta le pareció tan absurda que no
acertó a responder otra cosa que no fuera un apenas inaudible “bueno”.
Y ahí estaban,
después de muchos meses de tanto vacío que ya parecían dos desconocidos,
iniciando un juego de niños. Tímidos, casi con sentido del ridículo.
A ambos les parecía
estar hablando de su matrimonio según iban rellenando sus respectivas
cuadrículas: agua, tocado, hundido… Pero se guardaron cualquier comentario que
pudiera dar pie a una discusión, una de ésas que llenó de gritos e insultos el
pasado y les condujo a su situación actual. Al menos en el presente reinaba el
silencio entre ellos.
Sin darse cuenta,
se descubrieron riendo, divirtiéndose, pasando un rato agradable a pesar de
estar en compañía del otro. Algo en su interior les decía que alguna vez había
sido así, que alguna vez habían logrado disfrutar juntos. Tal vez no estaba
todo perdido.
E instauraron un
nuevo hábito en sus tardes-noches. Barquitos, parchís, dominó… No importaba
cuál era el juego, sino el hecho de hacerlo juntos. Era una hora diaria de
oasis en sus desiertos emocionales, una ventana a la felicidad, una dosis de
optimismo.
Una noche Susana
dijo que prefería ir a dormir. Martín lamentó su decisión, pero pensó que un
poco de lectura en la cama tampoco sería un mal plan. Susana se encerró en el
cuarto de baño y un rato después asomó a la puerta, con un camisón minúsculo y
una sonrisa que le era familiar a Martín. ¡De esa sonrisa se había enamorado
años atrás!
Ella lo miró a los
ojos y con picardía le preguntó:
-¿Por qué no
jugamos…?
Martín tiró el
libro al suelo y respondió sólo con una sonrisa llena de esperanza.