Me acuesto y cierro
los ojos en mi rutina de recorrer mentalmente cada rincón de mi cuerpo. Inicio
el viaje por lo más fácil, los músculos, ordenándoles relajarse en orden
ascendente desde la punta de los pies. A la altura de los hombros me cuesta un
poco, están demasiado contraídos y se empeñan en desobedecer. Superado el
obstáculo, sigo con el cuello y la cabeza. Cuando ésta se deja ir siento como
si desapareciera.
Me concentro
entonces en mis órganos. Los intestinos y el estómago se empujan por hacerse
notar en primer lugar, ávidos de expresar sus quejas por la cena. No sé por qué
no se acostumbran de una vez, a fin de cuentas son demasiados años ya con una
alimentación desordenada y que no entra en el capítulo de saludable.
Riñones, hígado,
pulmones (un poco achacosos, pero resistentes), corazón, cerebro… aparentemente
todo está en orden así que acompaño ahora a la sangre que, fruto de la
relajación, circula más lenta de lo habitual por mis venas. Es agradable
sentirlo; es como ir tumbada en una balsa que se deja llevar en un río de aguas
tranquilas.
De repente la calma
desaparece empujada por un torrente de pena que irrumpe y se cuela en las venas
para llegar directa al corazón, apresándolo y apretándolo en su fuerte puño. Es
una pena densa, intensa, inmensa y oscura, de origen desconocido y que llega
sin avisar. Sin dar tiempo a nada lo llena todo y oprime mi pecho impidiéndome
respirar.
Envía un emisario a
mis ojos, inundándolos y desbordándolos de lágrimas, que salen a borbotones,
mojan mis mejillas y vuelven a entrar en mí por la boca y las orejas. Son
saladas, como dicen que son las lágrimas según van acumulando más tristeza.
Y la pena,
traidora, me posee aprovechando la laxitud de mi cuerpo, se apodera de mí y me
borra. Apenas me queda un leve recuerdo de mí.