Primero fue salir a
correr (aunque correr, corría poco). Largos paseos, más largos en el tiempo que
en el espacio, que le distanciaban por un rato de todo lo que lo ahogaba. Más
bien, le permitían sentir cómo respiraba, pues generalmente no era ni
consciente de hacerlo.
Al principio la
familia lo esperaba. Cambiaron la misa de 10 por la de 11. Luego por la de 12,
por la de la una y un día tuvieron que ir a la de tarde. Porque él no llegó
hasta la hora de la comida. Le costó, pero aguantó. Y la familia decidió que
allá él, si no quiere rezar que no rece, pero luego que no se queje.
Conquistada la
mañana del domingo, comenzó a acortar los paseos. Se convirtió en normal salir
a desayunar afuera. Compraba el periódico en el quiosco de la esquina (le
gustaba ver que escribían su nombre a uno reservándoselo aunque siempre llegase
temprano) y después encontraba libre siempre la misma mesa en la churrería de
al lado. “Aquí está su chocolate mediano y sus tres churritos, don Manu”. Era Servando,
el camarero, que colocaba sobre la mesa el pedido habitual mientras él se
sentaba.
Luego veía por el
ventanal cómo la familia pasaba por la esquina en dirección a la iglesia. Se
levantaba, dejaba sobre el mostrador el precio de siempre con la propina de
siempre y se iba a casa.
Mientras toda la
familia estaba en misa, él se conectaba a Internet, curioseaba por aquí y por
allá, coqueteaba con jóvenes y no tan jóvenes… fantaseaba más bien, sin
intención de ir más allá. Al menos, sin valor. Pero el aire de libertad que
respiraba le bastaba para otra semana.
Y, con suerte, se
acercaba un festivo.