miércoles, 21 de enero de 2015

Cabecita loca


Fotografía: "Apples", de Sid Avery


¡Ay, cabecita loca!”. Así me saludaba siempre la abuela, desde que recuerdo. Y siempre se despedía diciéndome: “Cuidado con perder la cabeza”.

Nunca me dijo qué es perder la cabeza. Ni siquiera qué consecuencias tendría hacerlo. Por lo del cuidado intuyo que alguna mala habría, pero ¿y los beneficios de perder la cabeza? ¿Por qué nunca aludió a ellos?

Pensándolo bien, mi abuela siempre me insinuó que perder la cabeza tiene su lado sabroso. Lo sé por la alegría que percibía tras su “cabecita loca” y porque me incitaba a probarlo aportándole misterio y un halo de prohibición al decirme “cuidado”.

Me gusta explicármelo así, porque siento que tengo una cómplice en mis locuras. Sus palabras despertaron esa irrefrenable atracción hacia todo lo que prometía hacer perder la cabeza. Y caí en la tentación tantas veces como se me presentaba. Tenía sus costos, claro, pero valía la pena pagarlos.

Así fui creciendo, hasta que la conocí. Y por primera vez en mi vida perdí la cabeza por una mujer. Acaso también por última vez.

Con ella aprendí de qué peligro me advertía la abuela.

Ay, abuelita, ¿por qué no te hice caso?