Fotografía: "Apples", de Sid Avery
“¡Ay, cabecita
loca!”. Así me saludaba siempre la abuela, desde que recuerdo. Y siempre se
despedía diciéndome: “Cuidado con perder la cabeza”.
Nunca me dijo qué
es perder la cabeza. Ni siquiera qué consecuencias tendría hacerlo. Por lo del
cuidado intuyo que alguna mala habría, pero ¿y los beneficios de perder la
cabeza? ¿Por qué nunca aludió a ellos?
Pensándolo bien, mi
abuela siempre me insinuó que perder la cabeza tiene su lado sabroso. Lo sé por
la alegría que percibía tras su “cabecita loca” y porque me incitaba a probarlo
aportándole misterio y un halo de prohibición al decirme “cuidado”.
Me gusta
explicármelo así, porque siento que tengo una cómplice en mis locuras. Sus
palabras despertaron esa irrefrenable atracción hacia todo lo que prometía
hacer perder la cabeza. Y caí en la tentación tantas veces como se me
presentaba. Tenía sus costos, claro, pero valía la pena pagarlos.
Así fui creciendo,
hasta que la conocí. Y por primera vez en mi vida perdí la cabeza por una mujer.
Acaso también por última vez.
Con ella aprendí de
qué peligro me advertía la abuela.
Ay, abuelita, ¿por
qué no te hice caso?