Fotografía: Josep Tápies
- Fernando, a papá
le diagnosticaron cáncer. El doctor dice que puede curarse, pero él está
abatido. Creo que le haría bien verte.
Fernando dijo que
tenía mucho trabajo, que tenía un par de viajes pendientes al extranjero y que
no sabía si podría ir a visitar a su padre. Todas las excusas que se le
ocurrieron en el momento, aunque sabía que no engañaba a su madre. Simplemente,
no le apetecía verlo, y menos hablar con él.
El desencuentro se
produjo muchos años antes, no era algo reciente, y por lo tanto estaba
enquistado en lo más profundo de su corazón. Desde adolescente Fernando había
decidido luchar solo para alcanzar sus objetivos, se autodeclaró huérfano de
padre y creció hasta el éxito empujado por la rabia y el resentimiento.
No sabía qué le
había animado a ceder, tal vez fuera cierto eso de que la sangre tira, o tal
vez tenía un deseo insano de ver a su padre acabado, hundido y con la amenaza
de la muerte en sus ojos. Un día se hizo un tiempo para visitarlo, y cuando lo
tuvo en frente sintió una opresión en el pecho que no le dejaba respirar.
- Hola, viejo.
- Hijo, has venido
–respondió Francisco ilusionado.
- Así parece. Pero
sólo porque mamá me lo pidió.
- Estás tan
cambiado. Veinte años es mucho tiempo.
- O poco, depende. ¿Cómo
estás?
- Mejor ahora que
puedo verte y hablarte. Nunca he entendido qué nos distanció. Los años pasaron muy
rápido… La vida se nos fue sin hablarlo. La muerte puede llegarme en cualquier
momento. Quiero pedirte perdón… por lo que sea que te haya hecho…, aunque no
sepa qué es...
- ¿No sabes qué es?
¿No entiendes por qué me aparté de ti? ¿Te parece poco ser un padre que no me
acepta, que no me apoya, que no le importa mi felicidad?
Se fue acalorando y
subiendo el tono a medida que escupía todos los reproches. Le recordó aquella
tarde en que le dio la espalda. Fernando le había pedido ayuda a su madre para
contarle a su padre que no iría a la Universidad , que viajaría a Francia a una escuela
de diseño porque a eso quería dedicarse.
- Yo había salido
de casa unas horas para dejar que mamá te lo contara y lo hablarais. Cuando
volví a casa, mamá estaba llorando y tú… Tú estabas enfadado, no me hablaste,
ni siquiera me miraste. En ese momento decidí que no me importaba que no
estuvieras de acuerdo y que haría con mi vida lo que quisiera sin contar
contigo. Y ya ves, me fue bien. Creo que si hoy he venido fue para que pudieras
ver lo bien que me va, a pesar de ti.
Francisco observaba
atónito a su hijo, con los ojos llenos de lágrimas.
- ¿Por eso te
fuiste? ¿Porque ese día no te dije nada? Estaba enojado, había discutido con tu
madre porque ella me pidió que te prohibiera ir a estudiar a Francia y me
negué. Había discutido con ella porque creía que tu felicidad estaba primero
que nuestro egoísmo. Tampoco quería que te alejaras de nosotros, pero te
apoyaría y ayudaría si ése era el camino a tu felicidad.
El llanto no lo
dejó continuar. Fernando no sabía qué responder, de pie, observando a su padre
llorar como un niño y masticando aún sus palabras, y su propio error. Tímido, posó su
mano inexperta sobre la cabeza de Francisco en una torpe caricia y ensayó un abrazo que completó su
padre cargándolo de amor y perdón.
- ¿Al menos, has
sido feliz?
- No hasta ahora.
Siempre me has faltado.