No fue una buena abuela para la niña que fui. No recuerdo ningún gesto de cariño, me regalaba siempre comentarios hirientes, no se aproblemaba al decirme que era la nieta a la que menos quería… de modo que tuve que esperar a ser adulta para descubrir sus virtudes, que también las tenía, y sufrí por años la evidencia de que me parecía a ella.
Era una mujer de carácter, llevada de sus ideas, fuerte e incluso divertida, dispuesta a bailar y cantar en cualquier momento. Luego supe también que era vitalista, con una energía increíble para reponerse frente a las adversidades, con la risa disponible para superar cualquier dificultad, “porque para llorar ya están los demás”. Ello a pesar de que durante treinta otoños la escuché decir siempre lo mismo: “De este invierno no paso”.
La recuerdo siempre igual: vestida de negro, con un delantal de cuadritos sobre su falda, la cara arrugada, los ojos de un azul tan claro que lograban disimular su mala leche, y su cabeza siempre cubierta con un gorro de lana, fuera invierno o verano. Nunca vi su cabello, apenas unos pocos pelos que raramente escapaban de la lana negra.
Excepto una vez en que la sorprendí peinándose. Lo viví como si hubiera encontrado un tesoro, escondida tras la cortina del improvisado lavabo de su casa verde. Ella deslizaba el peine por una larga melena de la que me sorprendió que, a pesar de ser canosa, mantenía un intenso tono dorado. Disfruté también al observar la habilidad con que se hizo la trenza, que rápidamente cubrió con su gorro negro.
Nunca volví a mirarla igual. Había descubierto su secreto, su hermosa melena dorada que, aunque oculta, le confería una belleza nueva. E imaginaba que lo que realmente escondía eran los recuerdos trenzados de una juventud hermosa y aprovechada.