Hace ya demasiado tiempo conocí a un locutor de radio. Me fascinaba su voz.
Son muy vagos los recuerdos que tengo de él. Se llamaba Rafael, o Ángel, o algo así. No sé cómo, aunque supongo que yo llamé a la radio, hablamos por teléfono. No sé tampoco cómo ocurrió, pero a esa conversación en el aire le siguieron otras privadas, incluso diría off the record.
Tampoco sé cómo, sin duda por insensatez juvenil, lo invité a casa a cenar. El hombre que apareció en la puerta no se parecía en nada al que yo imaginé conteniendo esa voz. Lo instalé inmediatamente en el plano de la amistad y seguí actuando con normalidad. No sé qué ocurrió, pero sí que intentó besarme y yo no quise. No recuerdo tampoco la escena que siguió, salvo que logré que se fuera y que yo quedé preocupada por una cortina rota.
Deduzco que logré arreglarla y que nadie se dio cuenta, porque la cortina no volvió a ser tema. Hasta ahora. Porque al recordarla pienso que si se rompió debió de ser por algún forcejeo. No comprendo por qué no logro recordarlo, me asusta pensar en el riesgo que corrí y me siento afortunada por que sólo es un vago recuerdo.
A él seguí escuchándolo por un tiempo más. Y ya no sonaba igual.