Salió en la prensa. En la prensa local, claro. Un banco había amanecido pintado de rojo rompiendo la monotonía gris de una calle de la gris localidad.
Hubo incluso debate entre vecinos y algún colaborador radial. De la radio local, claro. Las opiniones entre quienes creían que debería cundir el ejemplo para aportar algo de alegría al paisaje y quienes pensaban que era un atentado contra la estética común y tradicional de la villa.
Yo no dije nada. A mis años ya no vale la pena meterse en problemas. Sin embargo, mi sonrisa me delata desde el día del suceso. Porque me hace feliz saber que es nuestro secreto y que tú no lo contarás. Ojalá pudieras.
¿Lo recuerdas? Es nuestro banco.
En él me hablaste por primera vez. En él creamos el hábito de sentarnos cada día un rato para conversar, para conocernos más, incluso en silencio, para acompañarnos. En él nos atrevimos a besarnos sin escondernos, porque es cierto que sentíamos vergüenza, pero no culpa. Estábamos en nuestro derecho.
La tarde del día en que te enterramos fui a sentarme en nuestro banco. Estabas allí conmigo (sé que siempre me esperas allí). No sé si fue idea mía o si tú me la susurraste, pero decidí que lo haría esa misma noche. Por eso pinté de rojo el banco, igual que tú pusiste color al otoño de mi vida gris.