Fotografía: "Jardin des Plantes", de Henri Cartier-Bresson
Te preocupabas de que me viera hermosa, de que supiera comportarme, de que aprendiera valores. Me hablabas (y me enseñabas con tu ejemplo) de sinceridad, de educación, de respeto… y yo te admiraba. Deseaba crecer rápido para ser como tú. Eras el modelo a seguir.
Pero empezaste a cambiar. Primero variaste los roles en nuestros juegos (siempre querías hacer de mamá). Después fue tu cuerpo el que se fue haciendo diferente, con nuevas formas y volúmenes que te hacían más distinta a mí. Y, finalmente, fue tu actitud.
Recuerdo cuando te parabas a hablar con muchachos que te miraban con cara de bobo, la misma que se te ponía a ti cuando te sonreían. Tus juegos conmigo se iban distanciando, ya no me llevabas a los lugares que tanto me gustaban, sino que me hacías recorrer una y otra vez las mismas calles, llenas de jóvenes a los que ponías ojitos. No podía entenderte.
Peor fue cuando conociste a aquel moreno, guapo sí, pero que no me gustaba porque me miraba mal cuando te veía llegar conmigo. Y yo empezaba a desconocerte. Salías de casa diciendo que me llevabas al parque. Y era cierto, allí íbamos, pero en lugar de jugar como siempre habíamos hecho, te reunías con tu “novio” (qué mal me sentía cada vez que pronunciabas esa palabra) y me teníais aburrida, sentada por horas en un banco mientras vosotros hablabais, tan bajito que yo no podía escuchar nada, os besabais, os tomabais las manos y os mirabais con una expresión que no podía comprender.
De vuelta a casa, me obligabas a contar que me había divertido mucho, que estaba cansada de tanto jugar y que estaba deseando volver a salir contigo al día siguiente…
Ahora te ofendes porque te oculté mi verdad y se te llena la boca de reproches… No deberías ponerte así. A fin de cuentas, hermana, tú me enseñaste a mentir.