Hacía años que no regresaba a la casa. Ni pensaba hacerlo, pero sus hermanos le pidieron que los ayudara a vaciarla para poder venderla. La crisis no respeta los recuerdos. El tiempo tampoco.
La maleza jugaba a esconder el camino de entrada, y ella interpretó que no sería fácil sumergirse en el pasado. Sobre todo porque había salido de él abruptamente, justo después del funeral. Era la primera vez que estaría en esa casa sin la presencia de su madre, y sentía miedo, miedo a derrumbarse, como si habitase un edificio sin cimientos.
Sintió que le faltaba el aire al traspasar la puerta, y con el poco que lograba inhalar aspiraba el olor del olvido, del vacío y del abandono. Las lágrimas le empañaban la mirada, y se desplazaba por el pasillo guiada más por la memoria que por la vista.
Al pasar por delante de la habitación de invitados sintió el impulso de entrar, como cuando llegaba del colegio y corría a dar un beso a su madre siempre ocupada en la máquina de coser o cortando patrones en la mesa camilla.
Ahora el cuarto estaba casi vacío porque su cuñada había pedido llevarse el dormitorio cuando se cambiaron a la casa grande. Era difícil de reconocer, y no lo habría hecho de no ser por la mesa camilla y el mueble de la máquina de coser, probablemente oxidada y recogida desde que su madre sufrió el infarto mientras hilvanaba el que sería su traje de novia.
Y sobre la mesa, brillando como siempre, como recién usadas y afiladas, las tijeras de su madre. Las tomó y al tocarlas supo que serían el único objeto de la casa que guardaría, para no olvidar jamás que un solo momento puede cortar una vida, los sueños y la historia.