Todas las almas son bellas, si les das el tiempo suficiente para mostrarse. Lo repetía todos los días desde que se hizo adicta a aquel café del barrio que le descubrió su prima. “Tenemos que ir al Café de los Besos. Por un rato es como estar enamorada”. Y Marina a nada amaba más que a la idea de enamorarse.
La primera vez quedó tan sorprendida que no supo reaccionar. Sólo dejarse llevar. Al traspasar la entrada no vio más que parejas besándose. La pasión podía oírse a pesar de la suave música de fondo. Se sentó con su prima en un rincón y permanecieron en silencio, observando el amor manifestándose en todas las mesas. Hasta que llegaron aquellos dos chicos.
En cuanto las vieron solas, se acercaron a ellas. El instinto, el destino o el orden de llegada fueron el azar que repartió las parejas. Sin mediar palabra, en cuanto estuvieron sentados, Marina recibió su primer beso. La sorpresa facilitó la entrega. Y lo disfrutó.
Como disfrutó los de los siguientes sábados, cada semana con diferentes jóvenes que también acudían al Café de los Besos para sentirse amados por un momento. El más lindo de la semana. Nunca había repetido hasta aquella tarde que vio a su primer amor sentado, solo.
Se sorprendió de su propia determinación cuando se descubrió tomando entre las manos su cara para rozar los labios con la calidez del reencuentro y la prisa del deseo. El la interrumpió:
- ¿Podríamos hoy también hablar? ¿De nosotros? ¿Conocernos?
- Claro, tengo mucho tiempo. Por lo menos hasta mañana.
Epílogo (prescindible):
Por primera vez se reconocieron al juntar sus labios. Durante un largo rato siguieron derribando barreras, abriendo sus almas, dejándose entrar… hasta que tuvieron que volver a la superficie para respirar.
- ¿Lo compartirías conmigo?
- Sí. Te ofrezco la vida entera, para empezar.