¿Por qué lo más vital es inasible?
El aire, la sangre, el agua…
Desde febrero de 2020, cuando me mudé al departamento, tenía preparadas las sales para darme un más que merecido baño de tina. Demasiados meses para cumplir una promesa, aun siendo a mí misma. Pero valió la pena.
Cierro los ojos y siento la cálida humedad del agua envolviendo mi piel. Me rescata y me pone a salvo de cualquier preocupación cotidiana. Mis manos juegan en ella, queriendo asirla, devolviéndole la caricia.
Abro los ojos y veo mis rodillas asomando en el agua, como dos islas buscando un viento que las despierte, una brisa que calme el volcán que bulle en mi interior, un cabo que me mantenga atracada a puerto.
La visión me trae el pensamiento de que el placer de este baño en diez años será un lujo prohibitivo, tal vez incluso prohibido. Y pensando en este derroche me inunda la culpa, más fría que el agua que contiene la bañera. Empiezo a moverme, incómoda, tentada a salir…
¿Estoy derrochando o estoy aprovechando? Debo hacer que valga la pena. Con ese propósito, cierro de nuevo los ojos y me sumerjo en la húmeda tibieza que me sostiene, como en un útero. Y mis manos juegan de nuevo en el agua, acariciándola, intentando asirla…