Era olvidadiza. Por eso tenía que repetir las cosas una y otra vez para recordarlas.
Esa mañana, un reflejo en la ventana de su salón hizo saltar un pensamiento a su mente. “Bambú, quiero bambú” se grabó en su subconsciente y se convirtió primero en estribillo y después en la letanía de todo ese día.
En la cafetería donde solía desayunar el camarero se sorprendió cuando en vez de lo de siempre la escuchó decir “bambú, quiero bambú”. Estaba acostumbrado a sus rarezas, así que no le hizo mucho caso, le puso lo de siempre y ella se lo tomó.
En el ascensor hacia su oficina, siempre abarrotado a esas horas, los hombres la miraban con una sonrisa pícara, muchos de ellos despertando al día. Ella, ajena a todos, movía ligeramente sus caderas mientras tarareaba “bambú, quiero bambú”.
Ya en el despacho, el jefe de área alucinó cuando la vio sentada en una mesa repleta de papelitos adhesivos amarillos con una misma frase en distintos colores y tipos de letra. “Bambú, quiero bambú”.
Ya por la noche, en una cita con un hombre al que había conocido el fin de semana, tuvo que ponerse drástica con él por intentar propasarse la tercera vez que la oyó decir “bambú, quiero bambú”.
Al llegar a casa, malhumorada por el último incidente, se calmó tan pronto vio reflejada en la ventana del salón la planta que tiene en su vestíbulo. Pensó que ahí quedaría mejor otra y… soltó una carcajada al darse cuenta de qué le había rondado por la cabeza todo el día. “¡¡¡Claro!!! Bambú, quiero bambú”.
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