Asiduo de la cafetería del Club Náutico, le gustaba sentarse siempre en el mismo lugar. Era la mesa del fondo, situada justo enfrente de la gigantografía de las galerías de La Marina. Poco amigo de conversar con otros, pasaba horas observándola.
Nadie se había percatado, pero él sí detectó cómo la fotografía cobraba vida. Lo primero que percibió fue cómo desaparecía en ella un cartel de Se Vende en uno de los últimos pisos. Sorprendido, puso más atención y en los siguientes días, semanas, meses pudo observar, por ejemplo, una cortina nueva que ondeaba hacia el exterior; un perro asomado que olía el viento; una señora mayor que fumaba, como si fuera a escondidas, en la ventana… La imagen mostraba la vida en movimiento en esos edificios escaparate. Y él se entretenía descubriéndola.
Hasta una tarde en que vio cómo dos operarios, con buzo de trabajo, se acercaban hacia él. Ya cerca, se colocó uno a cada lado y, de repente, en cuanto salieron de su campo visual, se vio en volandas. Cuando volvió a sentir la firmeza del suelo a sus pies, volteó la mirada y puso observar cómo en la pared que había dejado a su espalda se marcaba la huella del cuadro en el que habita.