A Alberto le iba bien en el trabajo. A pesar de su juventud, era el jefe de mantenimiento de la mayor papelera del país. Su futuro se auguraba sin problemas. Responsable y muy apreciado en la empresa, tanto por los jefes como por sus compañeros, nunca ponía problemas cuando le encargaban alguna tarea extra.
Como aquella tarde, en que salía del turno. Estaba ya vestido de calle cuando le avisaron de una avería en una cortadora de papel que estaba paralizando parte de la producción. El compañero del siguiente turno ya había llegado y estaba en el vestuario, pero él aceptó echarle una mirada a la máquina.
En realidad el problema era fácil de solucionar y decidió hacerlo en el momento, sin cambiarse de ropa y sin ponerse los guantes protectores. La desgracia actúa rápido. Una cuchilla se movió y sesgó su mano derecha.
Tardó un par de años en superar el trauma y en habituarse a defenderse sólo con su mano izquierda. El golpe psicológico le costó algo más superarlo. No le resultó nada fácil asumir su minusvalía. Sin embargo, quizá estuvo siempre predestinado.
Cuando sus padres dejaron la casa familiar para mudarse a un apartamento más pequeño y acorde a sus necesidades citaron a sus hijos para repartir entre ellos algunos objetos que no les cabrían en la nueva vivienda.
Toda la familia se reunió en un fin de semana que se llenó de nostalgias, recuerdos, risas y alguna lágrima según fueron desempolvando viejos juguetes, adornos, cuadernos… y sobre todo con las fotografías.
Ni sus padres ni sus hermanos entendieron el repentino llanto desconsolado de Alberto, que estaba sentado en su antigua habitación rodeado de un montón de fotografías. Al acercarse comprobaron que eran todas suyas, desde que era un recién nacido hasta las más recientes. Sin poder articular palabra les mostró qué le había afectado tanto: en ninguna aparecía su mano derecha. Como si nunca la hubiera tenido.